La mujer deshabitada

María Márquez Guerrero, la autora de este artículo, se adhirió a este proyecto «Imagen y Salud». Es profesora del Departamento de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura en la Universidad de Sevilla. Integrante además del grupo “Argumentación y persuasión en Lingüística” (Hum 659), que actualmente desarrolla el proyecto de Excelencia “Perspectivas de género en el lenguaje parlamentario andaluz” concedido por la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía

La mujer deshabitada

En el título de este breve comentario resuenan los ecos de la obra de Alberti El hombre deshabitado, donde autor y protagonista entran en una singular batalla, y de La mujer habitada, de Gioconda Belli. ¿Deshabitado, habitada: de quién, por quién? En ambos casos, hay una referencia directa a la relación entre las diferentes dimensiones del yo, los diversos planos o estratos que nos constituyen, pues nuestra vida interior es un discurso poblado por múltiples voces. Identificarlas, reconocerlas, encontrar la armonía entre ellas es, quizás, el sentido último de muchos de nuestros esfuerzos. Por eso, los conceptos de discurso, voz, eco… tienen íntima relación con el tema del que me propongo hablar, la anorexia nerviosa desde una aproximación discursiva.

 

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En un trabajo anterior (2005) sobre los rasgos lingüísticos del discurso de una paciente anoréxica, uno de los criterios que se reveló como caracterizador de los textos analizados fue la escisión de la sujeto hablante. La paciente se refería a sí misma como “yo” y como “ella”, primera y tercera personas, representación de partes irreconciliables que se hallaban en guerra en su interior. Las antítesis, oposiciones, las estructuras sintácticas y las figuras retóricas utilizadas revelaban la permanente contradicción del pensamiento: un mundo interno fragmentado, desgarrado, roto.

En aquellos textos, la realidad personal de la paciente se reflejaba como un estado interior muy complejo; cualquier simplificación habría falsificado una situación que no podría presentarse simplemente como un deseo obstinado por estar delgada, aunque ese fuera síntoma y principio constitutivo de la enfermedad. Encerrada en un mundo herméticamente clausurado, el tiempo se hallaba detenido, estancado en la circularidad obsesiva de la angustia por la imagen. Ni atisbo del tiempo futuro, ni rastro tampoco de las sensaciones: el placer de los sabores, del tacto o del sonido, el dulce olor salvaje del azahar en primavera…

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